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jueves, 17 de abril de 2014

Desarrollo sustentable - ¿Propuesta alternativa o retórica neoliberal?

Roberto P. Guimaräes
Desarrollo sustentable - ¿Propuesta alternativa o retórica neoliberal? 

Por Roberto P. Guimaräes

La sociedad global de fines de siglo se ve enfrentada al agotamiento de un estilo de desarrollo que se ha revelado ecológicamente depredador, socialmente perverso y políticamente injusto. 

Cerca del 90 por ciento del patrimonio biogenético de la humanidad se encuentra en los bosques tropicales del Sur, sometidos a una explotación irracional sin precedentes, provocada en buena medida por la acción de intereses económicos y comerciales del Norte. 

Las dos causas básicas de la crisis ambiental son la pobreza y el mal uso de la riqueza: los pobres del mundo son compelidos a destruir en el corto plazo precisamente los recursos en que se basan sus perspectivas de subsistencia en el largo plazo, mientras la minoría rica provoca demandas en la base de recursos que a la larga son insustentables, transfiriendo los costos una vez más a los pobres. 

Lo anterior plantea la necesidad de sustituir enfoques ingenuos, exclusivamente "conservacionistas", acerca de la sustentabilidad del desarrollo, por el reconocimiento de que los problemas ecológicos y ambientales revelan disfunciones de carácter social, político y económico. 

La propuesta de desarrollo sustentable para superar la crisis del actual estilo de desarrollo requiere de la comprensión adecuada del proceso social que la ha detonado. 

Ya es hora de que las instituciones sociales y políticas preparen el camino en dirección al futuro para que nuestras sociedades puedan aprender a hacer frente, de modo sustentable, a la mala distribución de los recursos y a la vulnerabilidad del ecosistema. 

Se requiere de un estilo de desarrollo que preserve los recursos naturales, que distribuya equitativamente la riqueza generada y que sea políticamente viable y justo. 

I. La insustentabilidad del actual estilo de desarrollo 

 Las reiteradas y cada vez más agudas manifestaciones de la precariedad en que se encuentran los sistemas naturales que permiten la vida en el planeta, han dado lugar a la percepción de que la humanidad atraviesa una crisis (económica, sociopolítica, institucional, ambiental) cuyos efectos transcienden las fronteras nacionales. percepción ésta que se ha visto reforzada a través de la Conferencia de Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo (Río 92). Corresponde pues afirmar que la sociedad global de fines de siglo se ve enfrentada, no a una nueva crisis de las tantas que la han caracterizado, sino que al agotamiento de un estilo de desarrollo que se ha revelado ecológicamente depredador, socialmente perverso y políticamente injusto, tanto nacional como internacionalmente (Guimaräes 1991a). 

La crisis que subyace a dicho agotamiento se ha visto proyectada, por una parte, en el ámbito ecológico (i.e.,el empobrecimiento progresivo del patrimonio natural del planeta) y ambiental (i.e., el debilitamiento de la capacidad de recuperación de los ecosistemas). 
Pero ésta revela también su carácter ecopolítico (i.e., político-institucional), directamente relacionado con los sistemas institucionales y de poder que regulan la propiedad, distribución y uso de los recursos naturales.  Las situaciones de escasez absoluta de recursos naturales y de depósitos para almacenar los desechos de la sociedad industrial, cuyas manifestaciones han sido tradicionalmente descalificadas como "neo-malthusianismo" equivocado, se ven ahora agravadas por situaciones de profunda escasez relativa, es decir, por patrones insustentables de consumo o por inequidades en el acceso a los recursos. Por último, la necesidad de transitar hacia un estilo de desarrollo sustentable implica un cambio en el propio modelo de producción hoy dominante, particularmente en lo que se refiere al patrón de articulación sociedad-naturaleza. 

En efecto, las propuestas hacia la sustentabilidad ponen en tela de juicio un estilo de desarrollo internacionalizado, lo cual ha sido determinado por la tendencia homogenizadora de la economía mundial, sobre la base de la adaptación del modelo tecnológico e institucional de las empresas transnacionales, y cuyas expresiones más sobresalientes lo constituyen los procesos de modernización de la agricultura, de urbanización, de apropiación extensiva del stock de recursos naturales, y de utilización de fuentes no renovables de energía. Para caracterizar, empero, la propuesta de desarrollo sustentable como una respuesta alternativa a la crisis del estilo actual habría que partir por la comprensión adecuada del proceso social que la ha detonado; y las posibles soluciones vía desarrollo sustentable habrá que buscarlas en el propio sistema social, y no sobre la base de alguna magia tecnológica (el technological fix tan caro a los desarrollistas). 
Al fin y al cabo, lo que creemos son nada más que las consecuencias ambientales de la forma como los seres humanos utilizan los recursos del planeta son, en verdad, predeterminadas por el patrón de relaciones entre los propios seres humanos. 

 1. Cambios en la agenda global sobre la crisis del desarrollo 

 La comprensión actual de la crisis responde a la propia evolución del debate internacional. El énfasis en la Conferencia de Estocolmo (1972) estaba puesto en los aspectos técnicos de la contaminación provocada por la industrialización, el crecimiento poblacional y la urbanizaci ón, todo lo cual imprimía un carácter nítidamente primermundista a la reunión. Como lo resumió un representante de la India en una reunión pre-Estocolmo: "los ricos se preocupan del humo que sale de sus autos; a nosotros nos preocupa el hambre" (citado en Enloe, 1975: 132-33). En cambio, la percepción dominante en las etapas previas y durante la Conferencia de Río fue la de que los problemas del medio ambiente ya no pueden ser disociados de los problemas del desarrollo. La Comisión Mundial sobre Medio Ambiente y Desarrollo, presidida por la Primera Ministra de Noruega, Gro Brundtland, y cuyo informe fue publicado en 1987, revela muy bien la nueva perspectiva. Haciendo eco a lo que fue en su tiempo una postura claramente identificada con los intereses de los países subdesarrollados del sur, la Comisión se centró en los estilos de desarrollo y sus repercusiones para el funcionamiento de los sistemas naturales, subrayando que los problemas del medio ambiente, y por ende las posibilidades de que se materialice un estilo de desarrollo sustentable, se encuentran directamente relacionados con los problemas de la pobreza, de la satisfacción de las necesidades básicas de alimentación, salud y vivienda, de una nueva matriz energética que privilegie las fuentes renovables, y del proceso de innovación tecnológica. En respuesta a una solicitud de la Comisión Brundtland se creó en octubre de 1989 la Comisión Latinoamericana de Desarrollo y Medio Ambiente, cuyo informe, dado a conocer a fines de 1990, hizo hincapié en los vínculos entre riqueza, pobreza, población y medio ambiente. Por último, el documento preparado por la CEPAL para la Reunión Regional sobre Medio Ambiente y Desarrollo, llevada a cabo en 1991 en México y preparatoria para la Conferencia de Río, siguió también la misma huella de sus precursores, enfatizando empero la necesidad de armonizar los desafíos de tornar las economías latinoamericanas más competitivas, promover mayor equidad social y permitir la preservación de la calidad ambiental y del patrimonio natural de la región. 

La evolución de la agenda global sobre los problemas del medio ambiente parecen pues afianzar la legitimidad de las propuestas de desarrollo sustentable. Sí Estocolmo 72 buscaba encontrar soluciones técnicas para los problemas de contaminación, Río 92 tuvo por objeto examinar estrategias de desarrollo a través de "acuerdos específicos y compromisos de los gobiernos y de las organizaciones intergubernamentales, con identificación de plazos y recursos financieros para implementar dichas estrategias". La propia Resolución 44/228, que convocó la conferencia, afirma con claridad que "pobreza y deterioro ambiental se encuentran íntimamente relacionados", y que la protección del medio ambiente no puede ser aislada de ese contexto. Añade también, que la mayoría de los problemas de contaminación son provocados por los países desarrollados, cabiendo a éstos "la responsabilidad principal en combatirla"; y que el desarrollo sustentable "requiere de cambios en los patrones de producción y de consumo, particularmente en los países industrializados". Es a partir de este entendimiento específico de la crisis del desarrollo, en que los problemas globales del deterioro ambiental y del agotamiento del stock de recursos naturales constituyen nada menos que las manifestaciones más evidentes del agotamiento del estilo internacionalizado vigente en la postguerra, que conviene retener la especificidad de la realidad ambiental en los países subdesarrollados del sur, particularmente en América Latina. 

Tal como se ha señalado anteriormente, la agudizaci ón y la globalización de la crisis conlleva la idea de que estamos todos, Occidente y Oriente, Norte y Sur, en un mismo barco, tal como lo sugería el propio título del informe preparado para la Conferencia de Estocolmo: Una Sola Tierra (Word 1972). 
Un enfoque sociopol ítico, impone precisar, veinte años más tarde, las distintas ubicaciones de los países en esa llamada "nave Tierra". De hecho, menos de una quinta parte de la poblaci ón del planeta, habitantes del Norte, ocupan la primera clase de la nave, consumiendo cerca del 80 por ciento de las reservas disponibles para el viaje y produciendo el 75 por ciento de las emisiones más dañinas al ambiente global. El restante 80 por ciento de los pasajeros, en su mayoría provenientes del Sur, viajan en los compartimentos de carga. Más de un tercio de éstos sufren hambre o desnutrición, y tres cuartos no tienen acceso adecuado al agua y condiciones de vida dignas. 
Cada pasajero de la primera clase produce un impacto en las reservas de la nave 25 veces más elevado que los que ocupan la bodega. Estos, a su vez, con escasas posibilidades de ser ascendidos a las clases superiores, empiezan a preguntarse por qué tienen que viajar en la bodega, lo cual hace temer la ocurrencia de rebrotes de insatisfacción que podrán poner en riesgo la estabilidad de los sistemas de sustento de la nave. 

 2. La especificidad de la crisis en América Latina 

El alerón Norte-Sur de la nave Tierra materializa pues la metáfora. Si bien es cierto que estamos todos en un mismo barco, y el mismo ya ha dado suficientes señales de que hace agua por todas partes, algunos de nosotros ocupamos posiciones dramáticamente distintas en él. En las últimas décadas no sólo ha aumentado la brecha econ ómica entre el Norte y el Sur. La brecha ambiental se ha incrementado en la misma magnitud, y los del Sur se encuentran sin duda en la punta más débil, sufriendo los impactos del deterioro global (Guimaräes 1991b). 
Tómese, por ejemplo, el deterioro progresivo de la base biogenética de las actividades humanas, con impactos de todo tipo para la manutención de la diversidad en el sistema ecosocial. Se estima que entre un 15 y un 20 por ciento de todas las especies animales y vegetales podr ían desaparecer en la vuelta del siglo. Ahora bien, cerca del 90 por ciento del patrimonio biogenético de la humanidad se encuentra en los bosques tropicales del Sur, sometidos a una explotación irracional sin precedentes, provocada en buena medida por la acción de intereses económicos y comerciales del Norte. Por otro lado, informes recientes dan cuenta que en los últimos 25 años se ha reducido en un 10 por ciento la concentración de ozono en la estratosfera, en la Antártica esta reducción habría alcanzado un alarmante 70 por ciento, con graves consecuencias para la salud humana y animal en paí- ses como Argentina, Chile y Brasil. Lo mismo se aplica a las consecuencias del efecto invernadero para la región, según previsiones recientes del Grupo intergubernamental sobre Cambio Climático (CEPAL, 1993b). Mientras se espera una elevación de 1 a 3 grados Celsius en las temperaturas promedio del planeta hasta el año 2050, en América Latina las temperaturas observadas en los meses de diciembre a febrero podrían elevarse desde 20 en la Amazonía hasta 80 en el Cono Sur. En contraste con el avance de los desiertos en el planeta, con una pérdida anual de 60 millones de hectáreas (equivalente al área total de Paraguay y de Uruguay), en nuestra región se ha podido determinar que el 51 por ciento de la superficie de México y el 35 por ciento de la de Uruguay se encuentran total o significativamente erosionadas; y en la Cuenca del Plata el 60 por ciento de la provincia de Entre Ríos (Argentina) sufre de erosión grave o moderada (CEPAL y PNUMA, 1990). En Brasil, además del Nordeste, las tierras más fértiles del Sur del país se encuentran gravemente amenazadas. En Paraná, el 20 por ciento de las tierras cultivables se ha vuelto improductivo y con riesgo de desertificación, mientras "El Desierto de los Pampas", en Río Grande do Sul, ya cubre 5.000 hectáreas. 

Considérense, finalmente, los problemas ambientales asociados a la urbanización. Sí en 1980 veintidós ciudades del Sur tenían una población superior a los 4 millones de habitantes, en el año 2000 deberán sumar 60. En cambio, en el mundo desarrollado, éstas se incrementarán de 16 a 25. Diez de las doce ciudades más pobladas del mundo en el año 2000 (sobre 13 millones de habitantes) estarán ubicadas en países del Sur, la mitad en América Latina, con México y São Paulo ocupando los dos primeros lugares. Para ese entonces, cerca del 40 por ciento de la población regional estará viviendo en ciudades con más de 1 millón de habitantes. Tomándose en cuenta que el 60 por ciento de la población urbana de América Latina no tiene acceso a sistemas de alcantarillado, y más del 90 por ciento de las aguas residuales se descargan, sin ningún tratamiento, en los cuerpos de agua, se puede apreciar la magnitud del deterioro de nuestro ecosistema urbano. Por otra parte, mientras la calidad del aire que se respira en Londres, Los Angeles o Tokio ha mejorado considerablemente en las últimas décadas, la atmósfera de México, Lima, Santiago, o São Paulo se ha vuelto casi irrespirable. Sí en 1974 hubo que declarar, por primera vez, "estado de emergencia" en São Paulo, dos años más tarde se declararon 161 estados de "atención" y 2 de "alerta máxima", situaciones que se han repetido regularmente desde entonces. Cubatão, llamada "Valle de la Muerte", en el corazón industrial de São Paulo, es considerada una de las ciudades más contaminadas de planeta. Por último, las autoridades de Santiago y México se han visto obligadas a imponer desde severas medidas de restricción vehicular, debido a niveles insoportables de contaminación del aire, hasta decretar "estado de emergencia". 

En resumen, los países latinoamericanos se ven enfrentados, no sólo al deterioro ambiental a menudo asociado con "exceso" de desarrollo (i.e., contaminación y derroche de recursos), sino además con situaciones que son características de condiciones de "ausencia" de desarrollo, o de desarrollo trunco (i.e., pobreza y desigualdad socioeconómica). Tal como lo ha dicho el Director del PNUMA (Simonis 1984: 48), "las dos causas básicas de la crisis ambiental son la pobreza y el mal uso de la riqueza: los pobres del mundo son compelidos a destruir en el corto plazo precisamente los recursos en que se basan sus perspectivas de subsistencia en el largo plazo, mientras la minoría rica provoca demandas en la base de recursos que a la larga son insustentables, transfiriendo los costos una vez más a los pobres". Ello indica la necesidad de sustituir enfoques ingenuos, exclusivamente "conservacionistas", acerca de la sustentabilidad del desarrollo, por el reconocimiento de que los problemas ecológicos y ambientales revelan disfunciones de carácter social y político (i.e., los patrones de relación entre seres humanos y la forma como está organizada la sociedad en su conjunto) y distorsiones estructurales en el funcionamiento de la economía (i.e., los patrones de consumo de la sociedad y la forma como ésta se organiza para satisfacerlos). 

Por otro lado, la singularidad de la evolución sociopol ítica de América Latina refuerza aún más esa postura, pues la profunda crisis que ha afectado a la región en décadas recientes, y por añadidura la crisis del Estado latinoamericano, impone límites precisos a las estrategias globales en pos de la sustentabilidad. El contexto econó- mico y social de la crisis proyecta, de hecho, un cuadro poco alentador respecto de las posibilidades de materializaci ón de un estilo de desarrollo sustentable en la regi ón (Guimaräes 1990a). Como resume la CEPAL (1990:1), "la crisis económica que ha afectado a los paí- ses de América Latina en los años ochenta no sólo puso de manifiesto las insuficiencias estructurales que han caracterizado el desarrollo de la región, sino que además agudizó problemas sociales preexistentes, generando nuevos obstáculos a la movilidad y a la cohesión social". Por otra parte, las políticas de ajuste adoptadas a mediados de la década pasada para enfrentar los desequilibrios externos sólo agudizaron el deterioro de los estratos más desposeídos de la sociedad. Como lo sintetiza el PREALC (1988:24), "el costo del ajuste recayó sobre el sector trabajador, que disminuyó en cuatro puntos porcentuales su participación en el ingreso nacional; a su vez, la mayor participación del capital en el ingreso se tradujo en un incremento excesivo (9 por ciento) en el consumo de los capitalistas, a expensas de una reducción (6 por ciento) en la inversión y en el consumo de los trabajadores". 

Se revirtió, asimismo, la tendencia verificada en el período 1960-1980 de reducción de la pobreza (del 50 al 41 por ciento), pasando a afectar al 46 por ciento de la población (195.9 millones de personas) en 1990. De acuerdo a estimaciones de la CEPAL (1993a), este incremento se ha concentrado en su totalidad en zonas urbanas, que pasaron a albergar el 60 por ciento del total de pobres. Estas cifras revelan también la profundidad de la crisis, puesto que, en 1990, 93.5 millones de latinoamericanos (22 por ciento de la población total), vivían como indigentes, es decir, en hogares que aun si gastaran todos sus ingresos corrientes en alimentación no lograrían adquirir una canasta básica de alimentos. 
De hecho, del incremento en el volumen de población pobre entre 1980 y 1990 (60 millones), 52 por ciento (31.1 millones) corresponde al aumento de la población indigente. 


Dicho de otro modo, a dos de cada cinco hogares latinoamericanos no se les permite satisfacer los derechos más elementales de ciudadanía social, es decir, la satisfacción de las necesidades básicas de sus miembros; y uno de cada cinco latinoamericanos se encuentra no sólo al margen de la ciudadanía, sino también por debajo del límite de la supervivencia biológica como ser humano. 

Sí la experiencia latinoamericana revela una relación, por decir lo menos, conflictiva entre crecimiento y justicia social, hoy somos forzados a reconocer que no se han logrado repartir en forma equitativa los costos de la recesión cuando se produjo la crisis. Lo anterior, sumado al término del ciclo de urbanización y de transición demogr áfica en muchos países, nos presenta un cuadro de dificultades crecientes para la integración de nuevos grupos a la sociedad nacional y al desarrollo, mientras se produce una reversión en las etapas previas de incorporaci ón y de movilidad social. Este carácter estructural del desarrollo latinoamericano se ha visto agravado, en dé- cadas recientes, por la exclusión absoluta (económica, social, política y cultural) de amplios sectores. Sí la evolución histórica de la región permitía, en la década pasada, el uso de imágenes como la de Belíndia, para describir las condiciones en que ocurre el desarrollo latinoamericano (Bacha y Taylor 1976), afrontamos ahora el riesgo de avanzar quizás hacia el modelo sudafricano. La desigualdad supone la existencia de, por lo menos, la posibilidad de su superación pero supone, a su vez, la incorporaci ón a la sociedad nacional. La desigualdad ocurre, por tanto, entre los que participan del proceso político y econ ómico, los "incluidos". En cambio, la situación actual se apróxima mucho más a la del apartheid social, en la que la subordinación se transforma en exclusión, produciéndose una ruptura drástica y con mayor permanencia en el tiempo entre incluidos y excluidos. 

Además de la crisis económica y de sus secuelas de exclusión social, la propia formación social de la región y su evolución política reciente agrava los desafíos de la sustentabilidad (Guimaräes 1990b). La crisis del Estado y del sistema político tiene su raíz en la no-resoluci ón de la crisis oligárquica, a través de los intentos populistas, reformistas y desarrollistas. Los propios fundamentos del populismo traían consigo el germen de la crisis política que lo sucedió. Su carácter en parte policlasista, su indefinición orgánica en cuanto a un proyecto de sociedad, su orientación de cambio en el orden establecido, todo eso llevó a que los regímenes populistas no pudiesen más que postergar, sin resolver de hecho, las insuficiencias del pacto de dominación oligárquico. El reformismo y el desarrollismo constituyeron hasta cierto punto intentos de afrontar las insuficiencias de la opción populista. 
En especial se buscaba superar la incapacidad de estos regímenes para conciliar los intereses corporativos que le ofrecían sustento, incorporar nuevos grupos medios y asalariados, y alcanzar altas tasas de crecimiento. 
A partir, en tanto, de los procesos de cambio en las estructuras socioeconómicas, el Estado hace crisis. 
La irrupción de los nuevos actores sociales, si bien contribuyó a la hipertrofia estatal, puso en jaque la capacidad del sistema político para distribuir recursos cada día más escasos, agudizando los conflictos entre Estado y sociedad, y al interior de ésta. 

América Latina puede haberse transformado desde las sociedades agrarias y mercantiles de los tiempos coloniales en las sociedades industriales y capitalistas de la actualidad. Sin embargo, su formación social probablemente jamás pierda su fisonomía patrimonial. Esto puede reforzar a veces sus características autoritarias. En otras oportunidades, la formación social puede liberar las inclinaciones (latentes pero atrofiadas) participatorias e igualitarias de las sociedades latinoamericanas. Pero el peso de la tradición tiende a perpetuar el elitismo y a impulsar a estas sociedades a ser cada vez más estatistas de lo que serían de otra manera. Sus rasgos esquizofrénicos se revelan en síndromes catatónicos, alternando a menudo etapas de estupor (autoritario) con etapas de excitación (democrática), pero la rigidez muscular (burocrática) estará siempre presente. El carácter patrimonial y burocrático del Estado ha impuesto, y seguirá imponiendo, sus propios límites a la constitución de la sociedad, dándole los rasgos distintivos del formalismo y del autoritarismo. Ha habido tal concentración de poder en manos del Estado que la sociedad civil ha dispuesto de pocas posibilidades para organizarse y establecer cauces sólidos para la articulaci ón y representación de sus intereses. Lo poco que puede haber logrado ha sido frecuentemente cooptado o incluso suprimido. Por otra parte, la sociedad política (el poder legislativo, el sistema de partidos y los procesos electorales) no ha sido capaz de representar la pluralidad de intereses existentes en la sociedad, haciendo que prevalezcan prácticas corporativistas de articulación de demandas. De tal suerte que a la formación social de América Latina, por ende al Estado latinoamericano, corresponde una estructura de poder concentrada y excluyente; un proceso de toma de decisiones de acuerdo a los intereses de los estratos más organizados; y, finalmente, un fuerte contenido tecnocrático, jerárquico y formal en la resolución de los conflictos sociales. 

La situación actual de América Latina, si bien es consonante con su formación social, representa, además, la culminación de un proceso de crisis de competencia del aparato público en administrar los conflictos sociales provocados por un estilo particular de desarrollo capitalista, y su transformación en una crisis de legitimidad del Estado. Por crisis de competencia, se entiende la incapacidad del Estado autoritario de responder a las demandas sociales que llevaron al colapso de los regímenes populistas y que, en cierto sentido, legitimaron la intervenci ón más directamente militar de los años sesentas. La crisis de competencia se refiere más al ejercicio del poder que a la esencia de éste. No obstante, esta crisis de competencia se ve agravada por la eclosión de la crisis económica internacional y por el efecto acumulativo de las presiones populares insatisfechas a través de un proceso trunco de integración social. El aparente agotamiento del ciclo militar, más que representar el fortalecimiento de la sociedad civil y política, revela más bien la inmovilización de las instituciones estatales y su incapacidad de decisión, señalando una posible crisis de legitimidad del Estado, ahora sí en su dimensión como aparato burocrático y como pacto de dominación. Parafraseando las interpretaciones sobre lo que queda del imperio romano, se podría decir que el desmoronamiento de los regímenes autoritarios se debe, en menor grado, a la revitalización de las instituciones civiles y políticas (si bien éstas cobran importancia en la actualidad) sino que vienen abajo "por la presión de su propio peso" (Gibbon 1909, 4:173). 

En síntesis, el dinamismo económico de América Latina ha sido posible, históricamente, a costa de la justicia social, y muchas veces a costa incluso de la democracia. Como es sabido, a costa también de su patrimonio natural. Por otro lado, las instituciones públicas se han revelado incapaces, no sólo de hacer frente a los problemas propios de la modernización, sino de promover la justicia social respecto de los resultados del crecimiento. En la sociedad la situación no es menos compleja, con sistemas de partidos que no han logrado actualizarse como canales privilegiados para la articulación de demandas populares, y con actores sociales aún caracterizados por la atomización y dispersión organizativa. En esas circunstancias, las alternativas de solución de los graves problemas que afectan al medio ambiente latinoamericano a través de estrategias de desarrollo sustentable, que no tomen en cuenta la crisis de legitimidad del sistema político a raíz de los verdaderos abismos sociales existentes en la región, sólo perpetuarán las insuficiencias del estilo vigente. Nunca estará de más recordar que en situaciones de extrema pobreza el ser humano empobrecido, marginado o excluido de la sociedad y de la economía nacional no posee ningún compromiso para evitar la degradación ambiental, si es que la sociedad no logra impedir su propio deterioro como persona.
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Finalmente, la sustentabilidad política del desarrollo se encuentra estrechamente vinculada al proceso de construcción de la ciudadanía, y busca garantizar la incorporación plena de las personas al proceso de desarrollo. Esta se resume, a nivel micro, a la democratización de la sociedad, y a nivel macro, a la democratización del Estado.
El primer objetivo supone el fortalecimiento de las organizaciones sociales y comunitarias, la redistribución de los recursos y de la información hacia los sectores subordinados, el incremento de la capacidad de análisis de sus organizaciones, y la capacitación para la toma de decisiones; mientras el segundo se logra a través de la apertura del aparato estatal al control ciudadano, la reactualización de los partidos políticos y de los procesos electorales, y por la incorporación del concepto de responsabilidad política en la actividad pública. Ambos procesos constituyen desafíos netamente políticos, los cuales sólo podrán ser enfrentados a través de la construcción de alianzas entre diferentes grupos sociales, de modo de proveer la base de sustentación y de consenso para el cambio de estilo.
Han sido señaladas las tensiones resultantes de la formación del Estado latinoamericano: la propia hipertrofia de las funciones estatales, el autoritarismo, el corporativismo y el burocratismo. Las repercusiones de la crisis fiscal demuestran, además, que se ha ahondado la ruptura entre Estado y sociedad. Considerándose, por último, las distancias económicas y sociales entre los diversos sectores
de la sociedad, con sus secuelas de polarización, desconfianza y resentimiento, el Estado sigue representando, aunque con serios problemas de legitimidad, un actor privilegiado para ordenar la pugna de intereses, orientar el proceso de desarrollo y para que se pueda, en definitiva, forjar un pacto social que ofrezca sustento a las alternativas de solución de la crisis de sutentabilidad.
Privilegiar, por tanto, la democratización del Estado por sobre la democratización del mercado, se debe, más que a una motivación ideológica, a una constatación pragmática. Tal como se ha indicado en la sección anterior, el Estado sigue ofreciendo una contribución al desarrollo capitalista que es, a la vez, única y necesaria. Unica porque trasciende la lógica del mercado, y necesaria porque la propia lógica de la acumulación capitalista requiere de la oferta de "bienes comunes" que no pueden ser producidos por actores competitivos en el mercado.

III. Comentarios finales:

La transicion hacia el desarrollo sustentable No cabe duda que entre la época de "Una Sola Tierra"
y la actualidad del "Desarrollo Sustentable" el mundo ha cambiado sensiblemente su percepción respecto de la crisis. Ya no se la puede reducir a una cuestión de mantener Desarrollo sustentable: limpio el aire que respiramos, el agua que bebemos o el suelo que produce nuestros alimentos. Carece de sentido, a esas alturas del debate, oponer el medio ambiente al desarrollo, pues el primero es simplemente el resultado del segundo. Los problemas ecológicos y ambientales son los
problemas del desarrollo, los problemas de un desarrollo desigual, para las sociedades humanas, y nocivo, para los sistemas naturales. Si bien es cierto que las sociedades postindustriales han sido capaces de extender, en más de una dimensión, los límites de los sistemas de apoyo a la vida en el planeta, no es menos correcto afirmar que la globalización de la economía agravia los desafíos actuales, al despojar a las sociedades nacionales de sus fundamentos ecológicos. La escasez absoluta o relativa (la falta efectiva de recursos o la falta de acceso a los mismos) afecta por igual al Norte y al Sur. Ya es hora de que las instituciones sociales y políticas preparen el camino en dirección al futuro, para que nuestras sociedades puedan aprender a hacer frente, de modo sustentable, a la mala distribución de los recursos y a la vulnerabilidad del ecosistema. Hemos tenido la oportunidad de señalar algunas ideas que se perfilan como prioritarias en la transición hacia el desarrollo sustentable. Los criterios de eficiencia económica, orientados exclusivamente por las fuerzas del mercado, no conllevan la reducción de las desigualdades sociales y regionales, y tampoco a la explotación racional de los recursos naturales. La experiencia mundial, y con mayor razón la regional, ha demostrado que la movilización intensiva de los factores productivos induce al uso predatorio de los recursos ambientales y tiende a reproducir, librada a las fuerzas del mercado, las condiciones sociales preexistentes. Por otro lado, el proceso de crecimiento no ocurre en un vacío social. Cualesquiera que sean los diagnósticos que fundamenten propuestas de política en favor de la sustentabilidad, se imponen examinar las distintas opciones económicas globales para la superación de los desafíos actuales, por sus implicaciones respecto de los objetivos de equidad social, de ciudadanía y de calidad ambiental. Realizar una revisión profunda de los paradigmas todavía dominantes. Además de los criterios económicos para la explotación de recursos y el mantenimiento de la calidad del medio ambiente, aspectos ya mencionados cuando tratamos de la sustentabilidad ecológica y ambiental, habría que revertir la actual política neoliberal o, más bien, poner sus postulados en su debido lugar. Que el Estado intervencionista, directamente actor económico, deba ser cada vez más una realidad pretérita, no debe dar cabida al primado exclusivo del mercado. Ya debiera ser suficientemente cristalino, a estas alturas, que el desarrollo sustentable requiere de un Estado aún más fuerte que el Estado intervencionista del pasado. Pero un Estado que sea fuerte en su capacidad reguladora y de planificación, dejando al mercado las actividades de naturaleza estrictamente productiva o de infraestructura, y privilegiando, en cambio, la complementariedad entre la regulación pública y los mecanismos de mercado. 

En conclusión, el desafío de la sustentabilidad constituye un desafío eminentemente político. Antes de buscar los argumentos técnicos para decisiones racionales, debe encontrarse la alianza política correcta. En política, no hay tal cosa como la "racionalidad". Esta se define de acuerdo con los intereses que se tienen en cuenta en una decisión. En América Latina todavía falta la "voluntad política" necesaria para formular y aplicar ecopolíticas. Aún no se han formado las alianzas necesarias, pero actualmente se dispone de todos los antecedentes a partir de los cuales se pueden forjar. Es de esperar que los países latinoamericanos sepan aprovechar el momento que la Conferencia de Río dio, para iniciar la búsqueda de compromisos, tanto internos como entre naciones, que permitan el surgimiento de un estilo de desarrollo que cumpla los requisitos de sustentabilidad analizados en las secciones anteriores. 
En ese sentido, el proceso negociador iniciado en Río indica que todavía queda un largo camino por delante. Resulta en verdad difícil no haber dejado a Río con la impresión de que muchos países del Norte todavía insisten en comportarse como la rana de la metáfora utilizada en este ensayo: sea rehusándose a aceptar la grave situación en la que se encuentran los sistemas vitales del planeta, incluidos los de gobernabilidad, sea solucionando los dilemas de la humanidad a nivel tan sólo retórico. Si retrocedemos, en cambio, a Estocolmo, cuando todavía creíamos que el dios tecnológico vendría a nuestro rescate, no cabe duda que el camino recorrido ha sido gigantesco. Si miramos, por último, hacia el futuro, a lo que aún tenemos que recorrer para transformar la retórica del desarrollo sustentable en una realidad sentida por los grupos hoy excluidos de una calidad de vida
digna, el camino resulta ser todavía más largo.
Así las cosas, sobran evidencias de que el debate profundizado a partir de Río tuvo un significado político de proporciones, habiéndose constituido en un hito en la historia de las relaciones internacionales. Una vez definitivamente encendidos los reflectores del planeta sobre la precariedad de los sistemas naturales que hacen posible la vida, así como sobre la precariedad de la vida de inmensas mayorías como resultado de la sobreexplotación de dichos sistemas, será casi imposible apagar esa realidad. Está por verse si esta luz iluminará un nuevo estilo de desarrollo o servirá tan sólo como un instrumento multicolor del Norte, con la complicidad de un Estado vuelto impotente e inoperante, para enmascarar la pálida realidad del Sur

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