Por Roberto P. Guimaräes
La sociedad global de fines de siglo se ve enfrentada al agotamiento de un estilo de desarrollo que se ha revelado ecológicamente depredador, socialmente perverso y políticamente injusto.
Cerca del 90 por ciento del patrimonio biogenético de la humanidad se encuentra en los bosques tropicales del Sur, sometidos a una explotación irracional sin precedentes, provocada en buena medida por la acción de intereses económicos y comerciales del Norte.
Las dos causas básicas de la crisis ambiental son la pobreza y el mal uso de la riqueza: los pobres del mundo son compelidos a destruir
en el corto plazo precisamente los recursos en que se basan sus perspectivas de subsistencia en el largo plazo, mientras la minoría rica provoca demandas en la base de recursos que a la larga son insustentables, transfiriendo los costos una vez más a los pobres.
Lo anterior plantea la necesidad de sustituir enfoques ingenuos, exclusivamente "conservacionistas", acerca de la sustentabilidad del desarrollo, por el reconocimiento de que los problemas ecológicos y ambientales revelan disfunciones de carácter social, político y económico.
La propuesta de desarrollo sustentable para superar la crisis del actual estilo de desarrollo requiere de la comprensión adecuada del proceso social que la ha detonado.
Ya es hora de que las instituciones sociales y políticas preparen el camino en dirección al futuro para que nuestras sociedades puedan aprender a hacer frente, de modo sustentable, a la mala distribución de los recursos y a la vulnerabilidad del ecosistema.
Se requiere de un estilo de desarrollo que preserve los recursos naturales, que distribuya equitativamente la riqueza generada y que sea políticamente viable y justo.
I. La insustentabilidad del actual estilo de desarrollo
Las reiteradas y cada vez más agudas manifestaciones de la precariedad en que se encuentran los sistemas naturales que permiten la vida en el planeta, han dado lugar a la percepción de que la humanidad atraviesa una crisis (económica, sociopolítica, institucional, ambiental) cuyos efectos transcienden las fronteras nacionales. percepción ésta que se ha visto reforzada a través de la Conferencia de Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo (Río 92). Corresponde pues afirmar que la sociedad global de fines de siglo se ve enfrentada, no a una nueva crisis de las tantas que la han caracterizado, sino que al agotamiento de un estilo de desarrollo que se ha
revelado ecológicamente depredador, socialmente perverso y políticamente injusto, tanto nacional como internacionalmente (Guimaräes 1991a).
La crisis que subyace a dicho agotamiento se ha visto proyectada, por una parte, en el ámbito ecológico (i.e.,el empobrecimiento progresivo del patrimonio natural del planeta) y ambiental (i.e., el debilitamiento de la capacidad de recuperación de los ecosistemas).
Pero ésta revela también su carácter ecopolítico (i.e., político-institucional), directamente relacionado con los sistemas institucionales y de poder que regulan la propiedad, distribución y uso de los recursos naturales. Las situaciones de escasez absoluta de recursos naturales y de depósitos para almacenar los desechos de la sociedad industrial, cuyas manifestaciones han sido tradicionalmente descalificadas como "neo-malthusianismo" equivocado, se ven ahora agravadas por situaciones de profunda escasez relativa, es decir, por patrones insustentables de consumo o por inequidades en el acceso a los recursos. Por último, la necesidad de transitar hacia un estilo de desarrollo sustentable implica un cambio en el propio modelo de producción hoy dominante, particularmente en lo que se refiere al patrón de articulación sociedad-naturaleza.
En efecto, las propuestas hacia la sustentabilidad ponen en tela de juicio un estilo de desarrollo internacionalizado, lo cual ha sido determinado por la tendencia homogenizadora de la economía mundial, sobre la base de la adaptación del modelo tecnológico e institucional de las empresas transnacionales, y cuyas expresiones más sobresalientes lo constituyen los procesos de modernización de la agricultura, de urbanización, de apropiación extensiva del stock de recursos naturales, y de utilización de fuentes no renovables de energía. Para caracterizar, empero, la propuesta de desarrollo sustentable como una respuesta alternativa a la crisis del estilo actual habría que partir por la comprensión adecuada del proceso social que la ha detonado; y las posibles soluciones vía desarrollo sustentable habrá que buscarlas en el propio sistema social, y no sobre la base de alguna magia tecnológica (el technological fix tan caro a los desarrollistas).
Al fin y al cabo, lo que creemos son nada más que las consecuencias ambientales de la forma como los seres humanos utilizan los recursos del planeta son, en verdad, predeterminadas por el patrón de relaciones entre los propios seres humanos.
1. Cambios en la agenda global sobre la crisis del desarrollo
La comprensión actual de la crisis responde a la propia evolución del debate internacional. El énfasis en la Conferencia de Estocolmo (1972) estaba puesto en los aspectos técnicos de la contaminación provocada por la industrialización, el crecimiento poblacional y la urbanizaci
ón, todo lo cual imprimía un carácter nítidamente primermundista
a la reunión. Como lo resumió un
representante de la India en una reunión pre-Estocolmo:
"los ricos se preocupan del humo que sale de sus autos;
a nosotros nos preocupa el hambre" (citado en Enloe,
1975: 132-33). En cambio, la percepción dominante en
las etapas previas y durante la Conferencia de Río fue la
de que los problemas del medio ambiente ya no pueden
ser disociados de los problemas del desarrollo. La Comisión Mundial sobre Medio Ambiente y Desarrollo, presidida
por la Primera Ministra de Noruega, Gro Brundtland,
y cuyo informe fue publicado en 1987, revela muy bien
la nueva perspectiva. Haciendo eco a lo que fue en su
tiempo una postura claramente identificada con los intereses
de los países subdesarrollados del sur, la Comisión
se centró en los estilos de desarrollo y sus repercusiones
para el funcionamiento de los sistemas naturales, subrayando
que los problemas del medio ambiente, y por ende
las posibilidades de que se materialice un estilo de desarrollo
sustentable, se encuentran directamente relacionados
con los problemas de la pobreza, de la satisfacción
de las necesidades básicas de alimentación, salud y vivienda,
de una nueva matriz energética que privilegie las fuentes renovables, y del proceso de innovación tecnológica. En respuesta a una solicitud de la Comisión Brundtland
se creó en octubre de 1989 la Comisión
Latinoamericana de Desarrollo y Medio Ambiente, cuyo
informe, dado a conocer a fines de 1990, hizo hincapié
en los vínculos entre riqueza, pobreza, población y medio
ambiente. Por último, el documento preparado por la
CEPAL para la Reunión Regional sobre Medio Ambiente
y Desarrollo, llevada a cabo en 1991 en México y preparatoria
para la Conferencia de Río, siguió también
la misma huella de sus precursores, enfatizando empero
la necesidad de armonizar los desafíos de tornar las
economías latinoamericanas más competitivas, promover
mayor equidad social y permitir la preservación de la calidad
ambiental y del patrimonio natural de la región.
La evolución de la agenda global sobre los problemas
del medio ambiente parecen pues afianzar la legitimidad
de las propuestas de desarrollo sustentable. Sí Estocolmo
72 buscaba encontrar soluciones técnicas para los problemas
de contaminación, Río 92 tuvo por objeto examinar
estrategias de desarrollo a través de "acuerdos
específicos y compromisos de los gobiernos y de las organizaciones
intergubernamentales, con identificación de
plazos y recursos financieros para implementar dichas estrategias".
La propia Resolución 44/228, que convocó la
conferencia, afirma con claridad que "pobreza y deterioro
ambiental se encuentran íntimamente relacionados", y
que la protección del medio ambiente no puede ser aislada
de ese contexto. Añade también, que la mayoría de
los problemas de contaminación son provocados por los
países desarrollados, cabiendo a éstos "la responsabilidad
principal en combatirla"; y que el desarrollo sustentable
"requiere de cambios en los patrones de producción y de
consumo, particularmente en los países industrializados".
Es a partir de este entendimiento específico de la crisis
del desarrollo, en que los problemas globales del deterioro
ambiental y del agotamiento del stock de recursos
naturales constituyen nada menos que las manifestaciones
más evidentes del agotamiento del estilo internacionalizado
vigente en la postguerra, que conviene retener
la especificidad de la realidad ambiental en los países subdesarrollados
del sur, particularmente en América Latina.
Tal como se ha señalado anteriormente, la
agudizaci ón y la globalización de la crisis conlleva la idea de que estamos
todos, Occidente y Oriente, Norte y Sur, en un mismo barco, tal como lo sugería
el propio título del informe preparado para la Conferencia de Estocolmo: Una
Sola Tierra (Word 1972).
Un enfoque sociopol ítico, impone
precisar, veinte años más tarde, las distintas ubicaciones de los países en esa
llamada "nave Tierra". De hecho, menos de una quinta parte de la
poblaci ón del planeta, habitantes del Norte, ocupan la primera clase de la
nave, consumiendo cerca del 80 por ciento de las reservas disponibles para el
viaje y produciendo el 75 por ciento de las emisiones más dañinas al ambiente
global. El restante 80 por ciento de los pasajeros, en su mayoría provenientes
del Sur, viajan en los compartimentos de carga. Más de un tercio de éstos
sufren hambre o desnutrición, y tres cuartos no tienen acceso adecuado al agua
y condiciones de vida dignas.
Cada pasajero de la primera clase produce
un impacto en las reservas de la nave 25 veces más elevado que los que ocupan
la bodega. Estos, a su vez, con escasas posibilidades de ser ascendidos a las
clases superiores, empiezan a preguntarse por qué tienen que viajar en la
bodega, lo cual hace temer la ocurrencia de rebrotes de insatisfacción que
podrán poner en riesgo la estabilidad de los sistemas de sustento de la
nave.
2. La especificidad de la crisis en
América Latina
El alerón Norte-Sur de la nave Tierra
materializa pues la metáfora. Si bien es cierto que estamos todos en un mismo
barco, y el mismo ya ha dado suficientes señales de que hace agua por todas
partes, algunos de nosotros ocupamos posiciones dramáticamente distintas en él.
En las últimas décadas no sólo ha aumentado la brecha econ ómica entre el Norte
y el Sur. La brecha ambiental se ha incrementado en la misma magnitud, y los
del Sur se encuentran sin duda en la punta más débil, sufriendo los impactos del
deterioro global (Guimaräes 1991b).
Tómese, por ejemplo, el deterioro
progresivo de la base biogenética de las actividades humanas, con
impactos de todo tipo para la manutención de la diversidad en el
sistema ecosocial. Se estima que entre un 15 y un 20
por ciento de todas las especies animales y vegetales podr
ían desaparecer en la vuelta del siglo. Ahora bien, cerca
del 90 por ciento del patrimonio biogenético de la humanidad
se encuentra en los bosques tropicales del Sur,
sometidos a una explotación irracional sin precedentes,
provocada en buena medida por la acción de intereses
económicos y comerciales del Norte. Por otro lado, informes
recientes dan cuenta que en los últimos 25 años
se ha reducido en un 10 por ciento la concentración de
ozono en la estratosfera, en la Antártica esta reducción
habría alcanzado un alarmante 70 por ciento, con graves
consecuencias para la salud humana y animal en paí-
ses como Argentina, Chile y Brasil. Lo mismo se aplica a
las consecuencias del efecto invernadero para la región,
según previsiones recientes del Grupo intergubernamental
sobre Cambio Climático (CEPAL, 1993b). Mientras se
espera una elevación de 1 a 3 grados Celsius en las temperaturas
promedio del planeta hasta el año 2050, en
América Latina las temperaturas observadas en los meses
de diciembre a febrero podrían elevarse desde 20
en la Amazonía hasta 80 en el Cono Sur. En contraste
con el avance de los desiertos en el planeta, con una pérdida
anual de 60 millones de hectáreas (equivalente al
área total de Paraguay y de Uruguay), en nuestra región
se ha podido determinar que el 51 por ciento de la superficie
de México y el 35 por ciento de la de Uruguay
se encuentran total o significativamente erosionadas; y en
la Cuenca del Plata el 60 por ciento de la provincia de
Entre Ríos (Argentina) sufre de erosión grave o moderada
(CEPAL y PNUMA, 1990). En Brasil, además del Nordeste,
las tierras más fértiles del Sur del país se encuentran
gravemente amenazadas. En Paraná, el 20 por ciento de
las tierras cultivables se ha vuelto improductivo y con riesgo
de desertificación, mientras "El Desierto de los Pampas",
en Río Grande do Sul, ya cubre 5.000 hectáreas.
Considérense, finalmente, los problemas ambientales
asociados a la urbanización. Sí en 1980 veintidós ciudades
del Sur tenían una población superior a los 4 millones
de habitantes, en el año 2000 deberán sumar 60.
En cambio, en el mundo desarrollado, éstas se incrementarán de 16 a 25. Diez de las doce ciudades más pobladas
del mundo en el año 2000 (sobre 13 millones de
habitantes) estarán ubicadas en países del Sur, la mitad
en América Latina, con México y São Paulo ocupando los
dos primeros lugares. Para ese entonces, cerca del 40
por ciento de la población regional estará viviendo en ciudades
con más de 1 millón de habitantes. Tomándose en
cuenta que el 60 por ciento de la población urbana de
América Latina no tiene acceso a sistemas de alcantarillado,
y más del 90 por ciento de las aguas residuales se
descargan, sin ningún tratamiento, en los cuerpos
de agua, se puede apreciar la magnitud del deterioro de
nuestro ecosistema urbano. Por otra parte, mientras la
calidad del aire que se respira en Londres, Los Angeles
o Tokio ha mejorado considerablemente en las últimas
décadas, la atmósfera de México, Lima, Santiago, o São
Paulo se ha vuelto casi irrespirable. Sí en 1974 hubo que
declarar, por primera vez, "estado de emergencia" en São
Paulo, dos años más tarde se declararon 161 estados de
"atención" y 2 de "alerta máxima", situaciones que se han
repetido regularmente desde entonces. Cubatão, llamada
"Valle de la Muerte", en el corazón industrial de São
Paulo, es considerada una de las ciudades más contaminadas
de planeta. Por último, las autoridades de Santiago
y México se han visto obligadas a imponer desde
severas medidas de restricción vehicular, debido a niveles
insoportables de contaminación del aire, hasta decretar
"estado de emergencia".
En resumen, los países latinoamericanos se ven enfrentados,
no sólo al deterioro ambiental a menudo asociado
con "exceso" de desarrollo (i.e., contaminación y
derroche de recursos), sino además con situaciones que
son características de condiciones de "ausencia" de desarrollo,
o de desarrollo trunco (i.e., pobreza y desigualdad
socioeconómica). Tal como lo ha dicho el Director del
PNUMA (Simonis 1984: 48), "las dos causas básicas de
la crisis ambiental son la pobreza y el mal uso de la
riqueza: los pobres del mundo son compelidos a destruir
en el corto plazo precisamente los recursos en que
se basan sus perspectivas de subsistencia en el largo plazo,
mientras la minoría rica provoca demandas en la base
de recursos que a la larga son insustentables, transfiriendo los costos una vez más a los pobres". Ello indica
la necesidad de sustituir enfoques ingenuos, exclusivamente
"conservacionistas", acerca de la sustentabilidad
del desarrollo, por el reconocimiento de que los problemas
ecológicos y ambientales revelan disfunciones de
carácter social y político (i.e., los patrones de relación
entre seres humanos y la forma como está organizada
la sociedad en su conjunto) y distorsiones estructurales
en el funcionamiento de la economía (i.e., los patrones
de consumo de la sociedad y la forma como ésta se
organiza para satisfacerlos).
Por otro lado, la singularidad de la evolución sociopol
ítica de América Latina refuerza aún más esa postura,
pues la profunda crisis que ha afectado a la región en
décadas recientes, y por añadidura la crisis del Estado latinoamericano,
impone límites precisos a las estrategias
globales en pos de la sustentabilidad. El contexto econó-
mico y social de la crisis proyecta, de hecho, un cuadro
poco alentador respecto de las posibilidades de materializaci
ón de un estilo de desarrollo sustentable en la regi
ón (Guimaräes 1990a). Como resume la CEPAL
(1990:1), "la crisis económica que ha afectado a los paí-
ses de América Latina en los años ochenta no sólo puso
de manifiesto las insuficiencias estructurales que han caracterizado
el desarrollo de la región, sino que además
agudizó problemas sociales preexistentes, generando nuevos
obstáculos a la movilidad y a la cohesión social". Por
otra parte, las políticas de ajuste adoptadas a mediados
de la década pasada para enfrentar los desequilibrios externos
sólo agudizaron el deterioro de los estratos más
desposeídos de la sociedad. Como lo sintetiza el PREALC
(1988:24), "el costo del ajuste recayó sobre el sector trabajador,
que disminuyó en cuatro puntos porcentuales su
participación en el ingreso nacional; a su vez, la mayor
participación del capital en el ingreso se tradujo en
un incremento excesivo (9 por ciento) en el consumo de
los capitalistas, a expensas de una reducción (6 por ciento)
en la inversión y en el consumo de los trabajadores".
Se revirtió, asimismo, la tendencia verificada en el período 1960-1980 de reducción de la pobreza (del 50 al
41 por ciento), pasando a afectar al 46 por ciento de la
población (195.9 millones de personas) en 1990. De
acuerdo a estimaciones de la CEPAL (1993a), este incremento
se ha concentrado en su totalidad en zonas urbanas,
que pasaron a albergar el 60 por ciento del total de
pobres. Estas cifras revelan también la profundidad de la
crisis, puesto que, en 1990, 93.5 millones de latinoamericanos
(22 por ciento de la población total), vivían como
indigentes, es decir, en hogares que aun si gastaran todos
sus ingresos corrientes en alimentación no lograrían
adquirir una canasta básica de alimentos.
De hecho, del
incremento en el volumen de población pobre entre 1980
y 1990 (60 millones), 52 por ciento (31.1 millones) corresponde
al aumento de la población indigente.
Dicho
de otro modo, a dos de cada cinco hogares latinoamericanos
no se les permite satisfacer los derechos más elementales
de ciudadanía social, es decir, la satisfacción de
las necesidades básicas de sus miembros; y uno de cada
cinco latinoamericanos se encuentra no sólo al margen
de la ciudadanía, sino también por debajo del límite de
la supervivencia biológica como ser humano.
Sí la experiencia latinoamericana revela una relación,
por decir lo menos, conflictiva entre crecimiento y justicia
social, hoy somos forzados a reconocer que no se han
logrado repartir en forma equitativa los costos de la recesión cuando se produjo la crisis. Lo anterior, sumado
al término del ciclo de urbanización y de transición demogr
áfica en muchos países, nos presenta un cuadro de
dificultades crecientes para la integración de nuevos grupos
a la sociedad nacional y al desarrollo, mientras se
produce una reversión en las etapas previas de incorporaci
ón y de movilidad social. Este carácter estructural del
desarrollo latinoamericano se ha visto agravado, en dé-
cadas recientes, por la exclusión absoluta (económica, social,
política y cultural) de amplios sectores. Sí la evolución
histórica de la región permitía, en la década pasada, el
uso de imágenes como la de Belíndia, para describir las
condiciones en que ocurre el desarrollo latinoamericano
(Bacha y Taylor 1976), afrontamos ahora el riesgo de
avanzar quizás hacia el modelo sudafricano. La desigualdad
supone la existencia de, por lo menos, la posibilidad
de su superación pero supone, a su vez, la incorporaci
ón a la sociedad nacional. La desigualdad ocurre, por
tanto, entre los que participan del proceso político y econ
ómico, los "incluidos". En cambio, la situación actual se
apróxima mucho más a la del apartheid social, en la que
la subordinación se transforma en exclusión, produciéndose
una ruptura drástica y con mayor permanencia en
el tiempo entre incluidos y excluidos.
Además de la crisis económica y de sus secuelas de
exclusión social, la propia formación social de la región
y su evolución política reciente agrava los desafíos de
la sustentabilidad (Guimaräes 1990b). La crisis del Estado
y del sistema político tiene su raíz en la no-resoluci
ón de la crisis oligárquica, a través de los intentos
populistas, reformistas y desarrollistas. Los propios fundamentos
del populismo traían consigo el germen de
la crisis política que lo sucedió. Su carácter en parte policlasista,
su indefinición orgánica en cuanto a un proyecto
de sociedad, su orientación de cambio en el orden
establecido, todo eso llevó a que los regímenes populistas
no pudiesen más que postergar, sin resolver de
hecho, las insuficiencias del pacto de dominación oligárquico. El reformismo y el desarrollismo constituyeron
hasta cierto punto intentos de afrontar las insuficiencias
de la opción populista.
En especial se buscaba superar
la incapacidad de estos regímenes para conciliar los intereses
corporativos que le ofrecían sustento, incorporar
nuevos grupos medios y asalariados, y alcanzar altas
tasas de crecimiento.
A partir, en tanto, de los procesos
de cambio en las estructuras socioeconómicas, el Estado
hace crisis.
La irrupción de los nuevos actores sociales,
si bien contribuyó a la hipertrofia estatal, puso
en jaque la capacidad del sistema político para distribuir
recursos cada día más escasos, agudizando los conflictos
entre Estado y sociedad, y al interior de ésta.
América Latina puede haberse transformado desde las
sociedades agrarias y mercantiles de los tiempos coloniales
en las sociedades industriales y capitalistas de la actualidad.
Sin embargo, su formación social probablemente jamás pierda su fisonomía patrimonial. Esto puede reforzar
a veces sus características autoritarias. En otras oportunidades,
la formación social puede liberar las inclinaciones
(latentes pero atrofiadas) participatorias e igualitarias de
las sociedades latinoamericanas. Pero el peso de la tradición tiende a perpetuar el elitismo y a impulsar a estas
sociedades a ser cada vez más estatistas de lo que serían
de otra manera. Sus rasgos esquizofrénicos se revelan en
síndromes catatónicos, alternando a menudo etapas de
estupor (autoritario) con etapas de excitación (democrática),
pero la rigidez muscular (burocrática) estará siempre
presente. El carácter patrimonial y burocrático del
Estado ha impuesto, y seguirá imponiendo, sus propios límites a la constitución de la sociedad, dándole los rasgos
distintivos del formalismo y del autoritarismo. Ha habido
tal concentración de poder en manos del Estado que la
sociedad civil ha dispuesto de pocas posibilidades para
organizarse y establecer cauces sólidos para la articulaci
ón y representación de sus intereses. Lo poco que puede
haber logrado ha sido frecuentemente cooptado o
incluso suprimido. Por otra parte, la sociedad política (el
poder legislativo, el sistema de partidos y los procesos
electorales) no ha sido capaz de representar la pluralidad
de intereses existentes en la sociedad, haciendo que
prevalezcan prácticas corporativistas de articulación
de demandas. De tal suerte que a la formación social de
América Latina, por ende al Estado latinoamericano, corresponde
una estructura de poder concentrada y excluyente;
un proceso de toma de decisiones de acuerdo a
los intereses de los estratos más organizados; y, finalmente,
un fuerte contenido tecnocrático, jerárquico y formal en
la resolución de los conflictos sociales.
La situación actual de América Latina, si bien es consonante
con su formación social, representa, además,
la culminación de un proceso de crisis de competencia
del aparato público en administrar los conflictos sociales
provocados por un estilo particular de desarrollo capitalista,
y su transformación en una crisis de legitimidad
del Estado. Por crisis de competencia, se entiende la incapacidad
del Estado autoritario de responder a las demandas
sociales que llevaron al colapso de los regímenes
populistas y que, en cierto sentido, legitimaron la intervenci
ón más directamente militar de los años sesentas. La crisis de competencia se refiere más al ejercicio del
poder que a la esencia de éste. No obstante, esta crisis
de competencia se ve agravada por la eclosión de la
crisis económica internacional y por el efecto acumulativo
de las presiones populares insatisfechas a través de
un proceso trunco de integración social. El aparente agotamiento
del ciclo militar, más que representar el fortalecimiento
de la sociedad civil y política, revela más bien
la inmovilización de las instituciones estatales y su incapacidad
de decisión, señalando una posible crisis de legitimidad
del Estado, ahora sí en su dimensión como
aparato burocrático y como pacto de dominación. Parafraseando
las interpretaciones sobre lo que queda del
imperio romano, se podría decir que el desmoronamiento
de los regímenes autoritarios se debe, en menor grado,
a la revitalización de las instituciones civiles y políticas
(si bien éstas cobran importancia en la actualidad)
sino que vienen abajo "por la presión de su propio peso"
(Gibbon 1909, 4:173).
En síntesis, el dinamismo económico de América Latina
ha sido posible, históricamente, a costa de la justicia
social, y muchas veces a costa incluso de la democracia. Como es sabido, a costa también de su patrimonio natural.
Por otro lado, las instituciones públicas se han revelado
incapaces, no sólo de hacer frente a los problemas
propios de la modernización, sino de promover la justicia
social respecto de los resultados del crecimiento. En
la sociedad la situación no es menos compleja, con sistemas
de partidos que no han logrado actualizarse como
canales privilegiados para la articulación de demandas
populares, y con actores sociales aún caracterizados por
la atomización y dispersión organizativa. En esas circunstancias,
las alternativas de solución de los graves problemas
que afectan al medio ambiente latinoamericano a
través de estrategias de desarrollo sustentable, que no tomen
en cuenta la crisis de legitimidad del sistema político
a raíz de los verdaderos abismos sociales existentes en la
región, sólo perpetuarán las insuficiencias del estilo vigente. Nunca estará de más recordar que en situaciones de
extrema pobreza el ser humano empobrecido, marginado
o excluido de la sociedad y de la economía nacional
no posee ningún compromiso para evitar la degradación
ambiental, si es que la sociedad no logra impedir su propio
deterioro como persona.
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Finalmente,
la sustentabilidad política del desarrollo se encuentra
estrechamente vinculada al proceso de construcción
de la ciudadanía, y busca garantizar la incorporación
plena de las personas al proceso de desarrollo. Esta se
resume, a nivel micro, a la democratización de la sociedad, y a
nivel macro, a la democratización del Estado.
El
primer objetivo supone el fortalecimiento de las organizaciones
sociales y comunitarias, la redistribución de
los recursos y de la información hacia los sectores subordinados, el
incremento de la capacidad de análisis de sus
organizaciones, y la capacitación para la toma de decisiones; mientras
el segundo se logra a través de la apertura del
aparato estatal al control ciudadano, la reactualización
de los partidos políticos y de los procesos electorales,
y por la incorporación del concepto de responsabilidad política
en la actividad pública. Ambos procesos constituyen
desafíos netamente políticos, los cuales sólo
podrán ser enfrentados a través de la construcción de
alianzas entre diferentes grupos sociales, de modo de proveer
la base de sustentación y de consenso para el cambio
de estilo.
Han
sido señaladas las tensiones resultantes de la formación
del Estado latinoamericano: la propia hipertrofia de
las funciones estatales, el autoritarismo, el corporativismo y el
burocratismo. Las repercusiones de la crisis fiscal demuestran,
además, que se ha ahondado la ruptura entre
Estado y sociedad. Considerándose, por último, las distancias
económicas y sociales entre los diversos sectores
de
la sociedad, con sus secuelas de polarización, desconfianza y
resentimiento, el Estado sigue representando, aunque
con serios problemas de legitimidad, un actor privilegiado para
ordenar la pugna de intereses, orientar el proceso
de desarrollo y para que se pueda, en definitiva, forjar
un pacto social que ofrezca sustento a las alternativas de
solución de la crisis de sutentabilidad.
Privilegiar,
por tanto, la democratización del Estado por sobre
la democratización del mercado, se debe, más que a
una motivación ideológica, a una constatación pragmática.
Tal como se ha indicado en la sección anterior, el Estado
sigue ofreciendo una contribución al desarrollo capitalista que
es, a la vez, única y necesaria. Unica porque trasciende
la lógica del mercado, y necesaria porque la
propia lógica de la acumulación capitalista requiere de
la oferta de "bienes comunes" que no pueden ser producidos por
actores competitivos en el mercado.
III. Comentarios
finales:
La transicion hacia el
desarrollo sustentable No
cabe duda que entre la época de "Una Sola Tierra"
y la
actualidad del "Desarrollo Sustentable" el mundo ha cambiado
sensiblemente su percepción respecto de la crisis. Ya
no se la puede reducir a una cuestión de mantener Desarrollo
sustentable: limpio
el aire que respiramos, el agua que bebemos o el suelo
que produce nuestros alimentos. Carece de sentido, a
esas alturas del debate, oponer el medio ambiente al desarrollo,
pues el primero es simplemente el resultado del segundo.
Los problemas ecológicos y ambientales son los
problemas
del desarrollo, los problemas de un desarrollo desigual,
para las sociedades humanas, y nocivo, para los sistemas
naturales. Si bien es cierto que las sociedades postindustriales han
sido capaces de extender, en más de una dimensión,
los límites de los sistemas de apoyo a la vida en el
planeta, no es menos correcto afirmar que la globalización
de la economía agravia los desafíos actuales, al despojar a
las sociedades nacionales de sus fundamentos ecológicos.
La escasez absoluta o relativa (la falta efectiva de
recursos o la falta de acceso a los mismos) afecta por igual
al Norte y al Sur. Ya
es hora de que las instituciones sociales y políticas preparen el
camino en dirección al futuro, para que nuestras sociedades
puedan aprender a hacer frente, de modo sustentable, a la
mala distribución de los recursos y a la vulnerabilidad del
ecosistema. Hemos tenido la oportunidad de señalar
algunas ideas que se perfilan como prioritarias en la
transición hacia el desarrollo sustentable. Los criterios de eficiencia
económica, orientados exclusivamente por las fuerzas
del mercado, no conllevan la reducción de las desigualdades sociales
y regionales, y tampoco a la explotación
racional de los recursos naturales. La experiencia mundial,
y con mayor razón la regional, ha demostrado que la
movilización intensiva de los factores productivos induce al
uso predatorio de los recursos ambientales y tiende a reproducir, librada
a las fuerzas del mercado, las condiciones sociales
preexistentes. Por otro lado, el proceso de crecimiento no
ocurre en un vacío social. Cualesquiera que sean los
diagnósticos que fundamenten propuestas de política en favor
de la sustentabilidad, se imponen examinar las distintas opciones
económicas globales para la superación de los desafíos
actuales, por sus implicaciones respecto de los objetivos de
equidad social, de ciudadanía y de calidad ambiental. Realizar
una revisión profunda de los paradigmas todavía
dominantes. Además de los criterios económicos para
la explotación de recursos y el mantenimiento de la calidad
del medio ambiente, aspectos ya mencionados cuando
tratamos de la sustentabilidad ecológica y ambiental, habría
que revertir la actual política neoliberal o, más bien,
poner sus postulados en su debido lugar. Que el Estado intervencionista,
directamente actor económico, deba ser
cada vez más una realidad pretérita, no debe dar cabida al
primado exclusivo del mercado. Ya debiera ser suficientemente
cristalino, a estas alturas, que el desarrollo sustentable
requiere de un Estado aún más fuerte que el Estado
intervencionista del pasado. Pero un Estado que sea fuerte
en su capacidad reguladora y de planificación, dejando al
mercado las actividades de naturaleza estrictamente productiva
o de infraestructura, y privilegiando, en cambio,
la complementariedad entre la regulación pública y
los mecanismos de mercado.
En conclusión, el desafío de la sustentabilidad constituye un desafío eminentemente político. Antes de buscar los argumentos técnicos para decisiones racionales, debe encontrarse la alianza política correcta. En política, no hay tal cosa como la "racionalidad". Esta se define de acuerdo con los intereses que se tienen en cuenta en una decisión. En América Latina todavía falta la "voluntad política" necesaria para formular y aplicar ecopolíticas. Aún no se han formado las alianzas necesarias, pero actualmente se dispone de todos los antecedentes a partir de los cuales se pueden forjar. Es de esperar que los países latinoamericanos sepan aprovechar el momento que la Conferencia de Río dio, para iniciar la búsqueda de compromisos, tanto internos como entre naciones, que permitan el surgimiento de un estilo de desarrollo que cumpla los requisitos de sustentabilidad analizados en las secciones anteriores.
En ese sentido, el proceso negociador iniciado en Río indica que todavía queda un largo camino por delante. Resulta en verdad difícil no haber dejado a Río con la impresión de que muchos países del Norte todavía insisten en comportarse como la rana de la metáfora utilizada en este ensayo: sea rehusándose a aceptar la grave situación en la que se encuentran los sistemas vitales del planeta, incluidos los de gobernabilidad, sea solucionando los dilemas de la humanidad a nivel tan sólo retórico. Si retrocedemos, en cambio, a Estocolmo, cuando todavía creíamos que el dios tecnológico vendría a nuestro rescate, no cabe duda que el camino recorrido ha sido gigantesco. Si miramos, por último, hacia el futuro, a lo que aún tenemos que recorrer para transformar la retórica del desarrollo sustentable en una realidad sentida por los grupos hoy excluidos de una calidad de vida
En conclusión, el desafío de la sustentabilidad constituye un desafío eminentemente político. Antes de buscar los argumentos técnicos para decisiones racionales, debe encontrarse la alianza política correcta. En política, no hay tal cosa como la "racionalidad". Esta se define de acuerdo con los intereses que se tienen en cuenta en una decisión. En América Latina todavía falta la "voluntad política" necesaria para formular y aplicar ecopolíticas. Aún no se han formado las alianzas necesarias, pero actualmente se dispone de todos los antecedentes a partir de los cuales se pueden forjar. Es de esperar que los países latinoamericanos sepan aprovechar el momento que la Conferencia de Río dio, para iniciar la búsqueda de compromisos, tanto internos como entre naciones, que permitan el surgimiento de un estilo de desarrollo que cumpla los requisitos de sustentabilidad analizados en las secciones anteriores.
En ese sentido, el proceso negociador iniciado en Río indica que todavía queda un largo camino por delante. Resulta en verdad difícil no haber dejado a Río con la impresión de que muchos países del Norte todavía insisten en comportarse como la rana de la metáfora utilizada en este ensayo: sea rehusándose a aceptar la grave situación en la que se encuentran los sistemas vitales del planeta, incluidos los de gobernabilidad, sea solucionando los dilemas de la humanidad a nivel tan sólo retórico. Si retrocedemos, en cambio, a Estocolmo, cuando todavía creíamos que el dios tecnológico vendría a nuestro rescate, no cabe duda que el camino recorrido ha sido gigantesco. Si miramos, por último, hacia el futuro, a lo que aún tenemos que recorrer para transformar la retórica del desarrollo sustentable en una realidad sentida por los grupos hoy excluidos de una calidad de vida
digna,
el camino resulta ser todavía más largo.
Así
las cosas, sobran evidencias de que el debate profundizado a
partir de Río tuvo un significado político de proporciones,
habiéndose constituido en un hito en la historia
de las relaciones internacionales. Una vez definitivamente encendidos
los reflectores del planeta sobre la
precariedad de los sistemas naturales que hacen posible
la vida, así como sobre la precariedad de la vida de
inmensas mayorías como resultado de la sobreexplotación
de dichos sistemas, será casi imposible apagar esa
realidad. Está por verse si esta luz iluminará un
nuevo estilo de desarrollo o servirá tan sólo como un instrumento
multicolor del Norte, con la complicidad de un
Estado vuelto impotente e inoperante, para enmascarar la
pálida realidad del Sur
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