La prevalencia de obesidad y enfermedades crónicas se encuentra en la actualidad en el centro de la agenda de las políticas alimentarias en prácticamente todos los países.
En la Argentina, más de la mitad de la población adulta y un tercio de los niños con exceso de peso obligadamente conducen a la discusión acerca de si la educación alimentaria por sí sola -y en todo caso en qué plazos- puede contribuir a una nación más saludable.
Además de la educación, en ocasiones por sobre ella, las personas necesitan incentivos para adoptar prácticas saludables.
La comodidad de un delivery es un incentivo para cocinar menos, como las escaleras mecánicas lo son para moverse menos. Hace poco los porteños hemos asistido a la conclusión de que diez días sin subte terminaron siendo un incentivo para usar la bicicleta. Desde hace pocos años algunos países están implementando diversos tipos de regulaciones que intentan, desde la economía, actuar como incentivos para desplazar la demanda de alimentos hacia estándares más saludables.
Impuestos a alimentos con elevado contenido de grasas o a tamaños extra large; limitaciones a la oferta de bebidas azucaradas en las escuelas; regulaciones sobre el tipo de información que se debe suministrar en las etiquetas o hasta en los menús de locales de comida o el tipo de productos que se admiten en los quioscos escolares son algunos ejemplos.
Cualquier regulación impuesta sobre la oferta o los precios de los alimentos con el fin de promover una alimentación más saludable debe considerarse no en forma aislada, sino en el contexto de una política alimentaria consistente con metas saludables. Debe ser el resultado de un profundo y fundado conocimiento del conjunto de la dieta de diferentes sectores de la población: los hogares pobres, los niños pequeños, los escolares, etc. Además, conocer si el problema está en la frecuencia de consumo, en las cantidades consumidas, en la comida hogareña o en el consumo fuera del hogar.
No es lo mismo el sodio que tiene un snack que no se come diariamente que el que aportan los 200 gramos diarios que consumimos de pan, ni es igual la cantidad de grasas saturadas que aporta algún alfajor aislado que la media docena de facturas del mate -con azúcar- de sábados y domingos.
El exceso en los tamaños de porción, en especial en las comidas consumidas fuera del hogar; el agregado extra de sal más el sodio del pan; confundir la necesidad de agua con el exceso de bebidas azucaradas y mate e infusiones con azúcar y la típica costumbre argentina de comer mucha carne y preferir los cortes grasos se cuentan entre los principales hábitos por modificar
Por Sergio Britos MÁS
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viernes, 14 de septiembre de 2012
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